A ella le hechizaba ser tosca, bruta, exageradamente, tanto que llamaba la atención. El, astuto y atrevido, una vez superado el inicial rechazo, se acercaba a ella mantenimiento una prudente distancia, no vaya a ser que las púas de la piel de la mujer se le clavaran en el pecho y le explotaran sus mejores deseos.
Se abrieron a un juego común. Un juego de posibilidades para ver quien era quien. Los dos avanzaban en esa complicidad recíproca. Cada uno sin olvidar su madriguera. Su posada.
Ella poco a poco fue bajando la guardia, aflojando su coraza de acero y dejó de lanzar miradas agresivas, despreciables, distantes, dejándose acariciar la cara por el viento de la amabilidad. El, lentamente, aplicando la sabiduría de los zorros – hora están cerca, hora están lejos- tendía puentes de madera que se pudieran poner o quitar a discreción y lanzaba palomas mensajeras, con preguntas curiosas, al estilo del Principito: “¿Quién está detrás de tu máscara?”
Ella dejó de romper los mensajes, de dar patadas en las espinillas por debajo de la mesa y de escupir expresiones barriobajeras, como: “tú no me aguantas un asalto” o “te fulmino con mi desprecio”.
Una mañana se encontraron frente a frente. A ella no le había dado tiempo a pintarse la cara de niña mala. El, despistado, sin argumentos, no había ensayado la siguiente partida, el siguiente movimiento de la pieza de ajedrez.
- ¿Por qué te empeñas en parecer una roca?
- De pequeña me dijeron que era un camionero.
- ¿Y te lo creíste?
- Sí
- ¿Temes que alguien te haga daño?
- Alguien me ha hecho daño, por eso...
- ¿Por eso?
- Me fortifico
- ¿Y?
- Oye, contigo es diferente.
- ¿Diferente?
- Sí, me has calado.
- ¿Y?.
- ¿Quieres saberlo?
- Has derribado mis defensas.
- ¿Tus defensas?
- Me gustas. Me has visto como realmente soy y me he quedado colgado de ti, como una idiota. Pero -¡qué carallo!- estás ocupado. Esto no tiene arreglo. Me dan ganas de volverme a fortificar.
- Lo siento. A lo mejor cautivas a alguien más al mostrarse como eres.
- ¡A lo mejor!. Pero a mi me habías gustado tú.
El pensó que lo mejor era callarse y fundirse con ella en un abrazo. Los que pasaban por allí cuentan que primera vez la vieron llorar.
Valentín Turrado
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