La ciudad me regala su bullicio y su gente, sus grandes avenidas y sus parques. El pueblo el sosiego, los paseos por el monte, el agua a raudales y mi huerto.
Mi huerto es pequeño, coqueto, alegre. Sencillo. No sé por qué me evoca al Platero de Juan Ramón Jiménez o al lugar donde anhelaba retirarse Fray Luis de León para huir del mundanal ruido.
Es agradecido, simpático.
En él me olvido de cuanto me rodea, casi de que existo. A veces es exigente y me pide callos en mis manos, otras me provoca con plagas inesperadas – escarabajos y pulgones en este estío- para que reaccione y avance, para que no me detenga.
En estos días está en su esplendor: judías, tomates, pimientos, calabacines, remolachas de mesa, cebollas, repollos, calabazas... ¡Hasta unos racimos de uvas!
Mi huerto me trata con cariño, ¿sabes?. Yo le doy mis tensiones, mis gritos y mis rabias - ¡ojala se quedara con todos mis demonios y todas mis torpezas!- y él me devuelve paz, sosiego, frutos sanos y saludables. ¡Cómo no estarle agradecido!.
En mi huerto me gusta plantar girasoles para los pájaros. ¡Qué también tienen derechos!.
Este discreto gesto me hace sentir bien. Reconciliado con la Madre naturaleza.
En mi huerto me siento con tanta paz que me dan ganas de llamarle hermano, como si hubiera bebido en las mismas fuentes que Francesco de Asís.
Valentín Turrado Moreno
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