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martes, 10 de diciembre de 2013

LA SULTANITA ALEGRE DE LOS OJOS TRISTES



La pequeña sultanita nació en las casitas de hadas de la linda Capadocia en una noche linda en amores. Desde muy niña fue risueña, más aún alegre, dicharachera y atrevida. Tenía el interés de las personas curiosas por encontrar todas las respuestas. Le gustaba indagar, visitar lugares exóticos y vestirse con los colores vivos de la mismísima mezquita azul de Estanbul. Su estancia preferida era sentarse en alguna de las terrazas que dan vista al mar desde el palacio de Topkapi y soñar y volar.

Su papá, el gran sultán, estaba frecuentemente entretenido entre los muchos quehaceres del gobierno, hasta que siendo apenas una niña, una espada inesperada y maldita le arrastró al  reino de los nunca regresan. La pequeña lloró su ausencia y su vacío jamás fue reemplazado. En torno a esos días, la tristeza discreta se asentó en su cofre de sueños y en la butaca gris de su habitación. Ahí no le importaba llorar, sabiéndose no expiada ni compadecida.

La necesidad del país urgía casar a la pequeña sultanita. La mamá se dedicó por completo a tan grande menester, dando el visto bueno o erosionando el buen fin de los distintos pretendientes. Un jefe valiente y algo tosco resultó ser el elegido. Aquel guerrero a los pocos días de las bodas solemnes se trasformó en un lobo hambriento y feroz. La pequeña sultanita se enrocó en los manjares de la dulce cocina y empezó a engordar hasta conseguir deformarse en los primeros años de su juventud. El hombre se puso furioso y el infierno los visitó a los dos, hasta que el adiós que se hizo inevitable. La prisa no suele resultar buena consejera.

Ella lentamente recuperó la sonrisa abierta y amplia, pero su corazón navegaba en soledad, angustia y tristeza, disimuladas a través de los finos colores  de tierra que le gustaba poner en su cara y en sus ojos. A través de las gargantillas de perlas preciosas que adornaban su cuello conseguía disimular la pena negra de su alma.

Así pasaron unos cuantos años y la sultanita no encontraba el amor que la hiciera vivir en cálida compañía.

Ningún hombre consideraba de fiar. Todos parecían jugar con ella y ella detrás de su juegos veía asomarse sus mezquindades y sus mentiras. Mejor sola que con un farsante. Engañó su propia pena volcándose en los entresijos del reino, en su administración y en las recepciones oficiales de las gentes que venían de lejos, donde destacaba por sus delicadezas, bromas, canciones de amoríos y un rosario largo de ocurrencias, de atenciones. Los que la conocieron decían que tenía la belleza interna de las mariposas en busca de nuevos panales de miel, aunque ella se sentía dolorida e insatisfecha. Cuando algo no le gustaba no se enfrascaba en largas discusiones o en gritos desordenados, simplemente se iba a sus aposentos a digerir y enmascarar la contrariedad.

En aquellos días pasaba por la ciudad el maestro sufí Melavna y decidió discretamente visitarlo.

-Tengo todo a mi alcance y me falta lo que no puedo comprar, lo más importante, el amor soñado y cantado por la gente de bien. ¿Qué me pasa, Maestro?.
-Veo en tus ojos ansiedad. No lo busques y llegará a ti.
-¿Cómo se hace eso?
-Amándote.
-¿Así de fácil?
-Y así de difícil. La mujer que se ama a si misma sólo se siente atraída por hombres honestos que se aman a si mismos y aman al resto de los humanos. No hay nada más que hacer.
-¿Y si no llega?
-Llegará. Los derviches girando y girando sobre si mismos no sólo no se marean sino que alcanzan la iluminación y la sabiduría que está en el centro de ellos mismos, de cuanto existe, donde siempre ha estado. Necesitan paciencia y esmero.
-¿Cómo sabré que esto es así? Necesito una señal.
-Te comportas con desconfianza, pero bueno.., te la daré. Viaja hasta el sur, la ciudad que ha crecido junto al desierto, Adana. Si cuando llegues oyes cantar a las ranas, entonces sabrás que lo que te digo es verdad. Conviene que pares, frenes tu loca vida, tus deseos y mires y contemples la vida a tu alrededor. No te canses de visitar el balcón de tu interior y allí permanece largo tiempo sentada. Sin esperar nada. La gran sabiduría está en el silencio del alma.

La sultanita regresó a su palacio extrañada y confundida. Fue el malestar el que la llevó a emprender un largo camino hacia el sur, más allá de Efeso, Mileto y Dídima. Poco antes de Antioquia y Tarso.  Aprendió a mirar a la tristeza a la cara y a atender las demandas de su corazón. Cada día salía al mirador de su alma y se regocijaba en tan grandes vistas, más hermosas y limpias que las aguas del Bósforo o del mar de Mármara. Se amistó con sus propios errores y dedicó largas jornadas a cavar sin desmayo en su propia sabiduría, despidiéndose del saltamontes que acampaba en su juguetona cabeza.

Fue al anochecer cuando llegó a Adana. En el centro de la noche bien cerrada escuchó el croar de las ranas y lloró de emoción al evocar las palabras luminosas de Melavna.

Cuenta la historia que un hombre bueno y feliz llamó a su puerta en una tarde apacible de primavera y que ella, la sultanita alegre de los ojos tristes, lo saludó desde su ventana abierta. Decidió abandonar el reino y dedicarse por completo a las demandas sabrosas del amor, el espíritu, la compasión y sus bondades. Algunas personas mayores dicen que no es nada infrecuente verla bañarse, en las noches de luna llena, en las terrazas de agua dulce de Pamukale y que el cauce que riega y hace lagunas blancas en el lugar son los recuerdos de su antigua tristeza, en forma de lágrimas caudalosas.

Valentín Turrado
(Este es un recuerdo agradecido y cariñoso a quien estando lejos está cerca)


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