EL EXPERIMIENTO MILGRAM
En julio de 1961 el psicólogo de la universidad de Yale Stanley Milgram puso en marcha un impactante experimento que se ha repetido una y otra vez en muchos países con los mismos y terribles resultados. El objetivo de Milgram era poner a prueba la disposición de una persona a obedecer a una autoridad aunque esta le diera unas órdenes que chocaran con sus valores más profundos.
Participaron voluntarios con edades entre los 20 y 50 años y con una variada formación: desde personas con estudios básicos a gente con un doctorado. Todos desconocían la naturaleza del experimento y a todos individualmente se les dijo que tenían que hacer preguntas a un “alumno”. Si este contestaba de forma incorrecta, le aplicarían una descarga eléctrica. Este “alumno” era en realidad un actor que sí conocía la naturaleza del estudio. El experimentador estaba junto al “maestro” y le daba a este las preguntas. Obviamente, el supuesto alumno tenía la misión de fallar casi todas, con lo que el “maestro” le aplicaba descargas que empezaban siendo de 45 voltios y llegaban hasta los 450.
El "maestro" creía que estaba dando descargas al "alumno" cuando en realidad todo era una simulación y el "alumno" fingía los efectos de las sucesivas descargas. Así, a medida que el nivel de descarga aumentaba, el "alumno" comenzaba a golpear el vidrio que lo separaba del "maestro" quejándose de su condición de enfermo del corazón; luego aullaba de dolor, pidiendo el fin del experimento; y finalmente, al alcanzarse los 270 voltios, gritaba de agonía. Si el nivel de supuesto dolor alcanzaba los 300 voltios, el "alumno" dejaba de responder a las preguntas imitando los estertores previos al coma.
Por lo general, cuando los "maestros" alcanzaban los 75 voltios, se ponían nerviosos ante las quejas de su "alumno" y deseaban parar el experimento, pero la férrea autoridad del investigador les hacía continuar. Al aumentar el voltaje, querían parar, pero la terrible realidad fue que sólo un 35% de “maestros” se opusieron realmente a la autoridad y pararon, pero ninguno antes de alcanzar los 300 voltios. El resto continuaron hasta el final…
La desoladora conclusión de este estudio fue, y sigue siendo que cualquier persona puede cometer actos atroces sólo por obedecer ciegamente a alguien que considerara una autoridad. Históricamente se nos ha educado más para obedecer que para seguir los valores más elementales de respeto, compasión y apoyo. La repetición a lo largo de estos últimos años del experimento con idénticos resultados, sólo indica que necesitamos evolucionar hacia una mayor humanidad. Quizá la vuelta a la sencillez de la naturaleza, con su suave equilibrio nos ayude a relacionarnos con lo y los que nos rodean tendiendo la mano en lugar del puño y negándonos a aceptar cualquier norma que nos lleve a lo segundo.
Mª José Calvo Brasa
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