Lo confieso abiertamente. Me encariño con la gente. Después de leer cientos de poemas he llegado a la conclusión de que es un asunto de fábrica. No se trata de algo premeditado o de un arte de acrobacia emocional. Es más simple. Más sencillo. Me reconozco en esas aguas, no siempre claras, cristalinas. Hay ocasiones en que me envuelven remolinos inesperados, como si me hicieran aguadillas, y trago sin querer algo de nás de agua. Sin emociones no merece la pena vivir, me digo, o vivir es algo amorfo, apagado, sin color y sin bullicio. Me reconozco en un daltónico amante de los colores. Me lo dijo el psiquiatra: “tiene usted un problema con su corazón”. Por eso me cuesta tanto despedirme, decir adiós, que casi no lo digo.
Estando en estos devaneos emocionales me visitó el amigo Iñaki. Quería contarme que tenía una complicación seria: no sabía qué coche comprarse. Había hecho una lista largo de pros y de contras de cada modelo y de cada concesionario. Todo muy estudiado y calculado. Mi amigo decía que siempre le ocurría lo mismo, su cabeza giraba y giraba en pos de argumentos definitivos, que no acababa de encontrar, fuera cual fuera la decisión a adoptar. Que hasta perdía el sueño. El no podía entender que para mi perdía el tiempo miserablemente con tantos estudios y pormenores, yo que había cambiado de auto basándome en la palabra de una persona de confianza. Iñaki me declaró que cualquier elección se le hacía cuesta arriba, porque siempre encontraba un algo que no se ajustaba a sus pretensiones. Hasta seguía sin encontrar la mujer que reuniera todas sus pretensiones. Sin duda, tenía un problema con su cabeza, con su razón.
Julia es alta, distante y fría, como por encima del bien y del mal. Yo sentía un poco envidia de ella, a pesar de que ella, tristemente, ignoraba los latidos que le marcaba su corazón y tampoco tenía ideas claras de qué hacer con su vida, acostumbrada a vivir como un cangrejo ermitaño. Aunque parezca extraño, admiraba a las garrapatas que siempre encuentran a alguien que les lleve y les resuelva la vida y se quedaba sobrecogida viendo como los perezosos trepaban a los árboles en la selva. Lo mejor era no sentir y no pensar. “Dejarse fluir, dejarse llevar” era su máxima envenenada. Orgullosa recitaba los versos de Teresa de Jesús, aquellos que empiezan por: “vivo sin vivir en mi”. Quienes la conocieron nunca la vieron llorar, reir, cantar, jugar, salvo acompañando el paso de los otros. Vivía en una especie de nube, tranquila y sin altibajos. El día que me comentó estas cosas, se despidió diciéndome que tenía un problema con su mundo instintivo.
Valentín Turrado
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