CARTA DE ADIOS Y RECONCILIACIÓN
Querida amiga:
Un hombre muy sabio me dijo una vez que nuestra vida es similar a un viaje en tren: un día apareces en uno de los vagones y ahí da comienzo tu viaje, compartiendo viaje con todas las personas que pasan por él. Algunas se quedan varias, incluso muchas estaciones y otras se bajan enseguida, bien porque tu compañía no es de su agrado o la suya a ti no te convence.
Tú fuiste una de esas personas que ocupó durante varias estaciones mi compartimento y una gran parte del viaje compartido fue grato e importante para mi: muchas conversaciones, muchas risas, gran camaradería y una incipiente y buena amistad… O al menos eso fue lo que yo pensé. Sea como sea, agradezco tu paso por mi vagón y tu tiempo. Pero más que a ti, estoy agradecida a la vida por traerme una maestra tan buena como tú, capaz de mostrarme la miseria que arrastraba en mi vida.
Amiga, por supuesto que tú no trajiste esa miseria, ya la llevaba conmigo. Pero gracias a ti pude verla con toda su crudeza y pude comprender que ni me quería ni me respetaba a mi misma. Por eso, a lo largo de mi vida he permitido que entraran en mi vagón personas como tú, incapaces de valorarme y siempre dispuestas a utilizarme en su provecho.
También agradezco que fueras mi espejo, para ver en tus fallos mis propios fallos, pues contigo entendí que todo aquello que me molestaba en ti, lo llevaba conmigo. Es cierto, que te acusé de todo cuando me heriste, e incluso entré de lleno en la batalla que, animada por terceras personas, comenzamos. Pero una vez acabó la guerra, aprendí y comprendí que ambas tuvimos la culpa y que ambas perdimos muchísimo: yo mi tiempo y tú a mi.
Ahora ya puedo ver mi responsabilidad en toda esta historia: yo permití tu desprecio; yo permití que me utilizaras en tu propio beneficio y yo permití que me vendieras al mejor postor cuando dejé de ser útil. Y todo por desconocer esa sombra mía que “generosamente” me mostraste. ¡Gracias amiga! Ahora ya puedo aclarar esa sombra para convertirme en la mejor versión de mí misma, pues lo que más deseo en este momento es que a través de mí mis fallos no causen nunca el dolor que tú me causaste.
¡Me has enseñado tanto amiga! Yo era pobre porque mi interior era un campo yermo de amor propio. Yo no sabía cómo regar y cuidar ese jardín interior y por eso tantas personas, no solo tú querida amiga, aprovecharon para sembrar en él sus malas hierbas de desprecio y abuso. Pero gracias a ti aprendí a regarlo y a sembrar las mejores y más bellas flores. Y gracias a ti aprendí a cerrar la puerta a la gente como tú.
¡Ay amiga querida!: me cuentan que aún intentas hacerme daño y no sabes cuánto lo lamento. ¡Qué triste tiene que ser tu vida para necesitar llenarla de algo tan mezquino!... Lo siento amiga… Lo siento muchísimo porque aunque me duela que alguien a quien aprecié tanto desee herirme, lo cierto es que ya no puedes lacerar mi alma. Te he echado de mi vagón y, junto con quienes consideran a las personas útiles de trabajo, no puedes entrar. Me he reconciliado, no contigo, sino conmigo; con lo que realmente soy; con todo lo bueno que hay en mí para seguir cultivándolo y engrandeciéndolo. Y eso me hace fuerte.
En fin, querida amiga, ya me despido con esta sencilla y antigua bendición irlandesa, que espero algún día pueda servirte de ayuda:
“Que el camino venga a tu encuentro, que el viento sople siempre a tu espalda, que el sol te caliente la cara, que la lluvia caiga con suavidad sobre tus campos y, hasta que volvamos a vernos, que Dios te sostenga en la palma de su mano”
Adiós sin rencor amiga.Mª. José
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