El otro día amaneció nevando en mi ciudad. Era una nieve suave y floja que, a todas luces, no iba a cuajar. Salió el sol. Y no cuajó.
Volvió a nevar, esta vez con más fuerza. Copos grandes y algodonosos que iban acumulándose y dando una tonalidad blanca a las calles y los tejados. Pero volvió a salir el sol. Y volvieron a disolverse las manchas blancas de nieve.
De nuevo el cielo se encopetó, tapó al sol y escupió nieve con mucha más fuerza y en mayor cantidad. Esta vez parecía haber ganado la partida. Los prados, jardines, árboles y tejados ya estaban cubiertos y los copos de nieve, cayendo alocados y espesos, dificultaban la visión. Finalmente apareció el sol y su calor disolvió lo que parecía que ya estaba instalado.
¿A dónde quiero llegar con todo esto?
A que el calor puede con la nieve, por dura, espesa y fría que ésta sea. Aunque hubiera cuajado más y hubiera cubierto todo de blanco la fuerza del sol habría acabado fundiéndola.
Del mismo modo que el calor del cariño, la aceptación incondicional y el sentimiento de sentirse querido acaban fundiendo las resistencias internas y los bloqueos personales que nos aíslan y nos dañan.
Una vez escuché a un médico decir que, para la salud anímica, era más eficaz una sonrisa y un abrazo que una pastilla. Tal vez parezca exagerada la afirmación, pero todos los que nos sentimos queridos sabemos la fuerza y el calor que proporciona este sentimiento. Más que cualquier otra cosa.
Si sentimos frío, si la nieve acampa en nuestra alma, si nuestro interior es un paisaje inhóspito y helado, dejémonos calentar por el calor del sol, dejémonos disolver por su luz, dejémonos querer.
La Escribana del Reino
M.E.Valbuena
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