Lo sabemos de sobra y sin embargo demasiadas veces seguimos esperando de él un fruto propio de otro árbol. Hasta ahora –salvo posibles experimentos transgénicos que desconozco- las peras sólo las da el peral.
El olmo adorna campos, caminos y plazas, acompaña nuestros paseos, nos da sombra y nos deleita la vista, destacando sobre todo por la calidad de su madera fuerte y resistente. Ha enfermado y ha sido objeto de poesía en boca de Machado. Hasta ahí.
El peral, mucho más enclenque y menos ornamental, proporciona escasa sombra y pobre madera. Pero da peras. Unas mejores que otras.
¿Por qué seguimos esperando que, a nuestro capricho, la naturaleza se distorsione? ¿Por qué no aceptamos al olmo como es, aprovechamos lo que nos da y disfrutamos sin más? ¿Por qué nos empeñamos en pedir lo que no puede dar?
Y lo peor de esta absurda historia es que le cargamos con la culpa de no darnos lo que queremos. Alucinante.
Así, mientras la culpa la tenga el olmo por no dar peras, no cambio mi dirección ni mi pretensión. Y además podré quejarme del pobre resultado, que lo de dar pena tiene muchas compensaciones.
Ojalá fuéramos valientes para llamar a las cosas por su nombre, para ir por aquello que realmente queremos, para luchar y para no sentarnos a esperar (y a exigir) que otros modifiquen su vida para arreglarnos a nosotros la nuestra.
Si queremos peras vayamos al peral. No confundamos la dirección.
La escribana del Reino
M.E.Valbuena
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